lunes, 8 de marzo de 2010

Hoy la clase estuvo re linda, los conocía casi a todos porque salvo uno todos repitieron el año pasado. Eran sólo seis así que me dije: "¡Perfecto! ¡Es justo lo que necesito para hacer un trabajo personalizado, a la Montessori, para poder dialogar y lentamente cambiar su rechazo a todo lo que tenga que ver con la escuela!"
Mis expectativas se cumplieron: pudimos hablar todos y cada uno dijo algo sobre sus gustos en fútbol, música, tele, diarios, revistas, internet, películas. Tocó el timbre de salida y ni nos dimos cuenta. Salí pensando que era muy afortunada.
Pero no.
Argentina no es Suiza.
Ni Disneylandia.
Hablé con la secretaria que me dijo que había sólo 17 inscriptos en mi curso, y que si no llegábamos a 20, iba a tener que fusionar los dos primeros. Eso significa que, si sigo teniendo trabajo en esa escuela, lo pierde mi compañera Daniela, con la que ya estábamos preparando proyectos de lectura y de ortografía, con la que en breve nos íbamos a juntar a planificar. Y si no lo pierde ella, lo pierdo yo.
Daniela y yo, cándidamente, y a pesar de las repetidas frustraciones de más de 10 años de docencia, pensamos que todavía vale la pena hacer algo por la educación de los chicos, estábamos hace tiempo entusiasmadas, intercambiando materiales e ideas nuevas para este año.
Pero la Nueva Escuela Inclusiva de la que tanto habla la ley es la escuela de los intentos desesperados de salir a cazar chicos que ya huyeron de la vieja, y si no los encuentran para incluírlos, excluyen a los docentes y listo, menos sueldos que pagar.
Yo me pregunto: ¿Ésta es la Nueva Escuela que nos merecemos los docentes? ¿Éstos somos los docentes que se merece la Nueva Escuela?
A la tarde me encontré con 37 (treinta y siete) chicos sentados en un aula que el año pasado apenas alcanzaba para 30. Evidentemente, amuchados, entran 37, y si nos apretamos, tal vez podemos meter 40. Ahora, la escuela inclusiva también se supone escuela de calidad. ¿Qué calidad educativa podemos darles a 37 alumnos a la vez?


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